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23 ago 2013

Mujeres, alcohol y vergüenza ajena

Se despertó pensando en ella. En su estómago revoloteaban mariposas y en su boca sentía todavía el sabor del amor: un amor con aroma a bilis y a alcohol. Se levantó de un salto y salió corriendo de la habitación, cegado por la luz matinal –o del mediodía, no lo sabía con certeza– y avanzó a trompicones hasta llegar al baño, donde dejó salir a las mariposas que golpeaban su tripa desde dentro con violencia, exigiendo libertad.

Se apoyó en la fría pared de azulejos del baño, su cuerpo casi desnudo –solo cubierto por unos boxers y un calcetín– apretándose las sienes, perforadas por la luz pálida del baño, e intentó evocar su imagen. La recordó bella, tanto que enturbiaba la mirada, bailando grácilmente iluminada por las luces cambiantes de la discoteca. Una escena hipnótica que habría hecho que cayese al suelo extasiado de no haber estado agarrado al vaso.

Decidió acercarse a ella. Avanzó con paso firme: un pie al frente, después el otro, ahora dos veces el mismo, seguidamente, un paso atrás, una pequeña pausa para recuperar el equilibrio y vuelta a empezar. Era difícil caminar sin chocar con la gente –a pesar de que la discoteca estuviese medio vacía– pero, tras un largo y tortuoso camino, llegó a su lado. Se miró para ver qué pinta tenía y pensó que no estaba tan mal: sólo una manga empapada por el contenido de alguna copa y la mitad de la camisa por fuera. Ante todo, quería causarle una buena impresión.

Levantó la mirada buscando su rostro, pero sólo encontró su espalda, que se alejaba. “No puedo dejarla escapar”, se dijo, y echó a andar tras de ella. Una vez que la alcanzó, se interpuso en su camino. Inevitablemente, la chica chocó con él. Preparó su mirada más seductora y se volvió con fingida molestia por el golpe. Sus ojos se encontraron: los de ella, perfectamente perfilados, resaltando el color ámbar de su iris; los de él, rojos, abiertos de manera desigual y con una ceja más arriba que la otra. La chica frunció el ceño y apretó los labios en un gesto de desagrado.

“Esto no va bien”, se reprochó. “Vamos, di algo. Sé amable”.

–¿Te han dicho alguna vez que eres muy guapa? –balbució, sonriendo, lo que ayudaba a que su cara pareciese todavía más descompuesta.

–Perdona, pero me voy ya a casa –le contestó ella.

–¿Me das por lo menos tu teléfono y hablamos algún día? –hipó y trató de contener un eructo de forma no muy satisfactoria.

El gesto de la chica se endureció más incluso, pero aun así, sacó un bolígrafo y una pequeña hoja de cuaderno del bolso, escribió algo y se la entregó al muchacho.

Todo esto estaba recordando el joven apoyado en la pared del baño, aunque de una forma mucho más idílica, sobre todo en lo relativo a su persona. Corrió de vuelta a su habitación, recogió del suelo los pantalones y empezó a buscar el papel por los bolsillos.

¡Allí estaba! Lo desdobló y observó ilusionado el número que estaba escrito con unos números redondeados y menudos. “Preciosos, como la persona que los ha escrito”, pensó.

Cogió el móvil de la mesita y lo marcó nervioso. Hizo una pausa, suspiró y, tras un momento de duda, pulsó la tecla de llamar.

Llamando…

Se puso el móvil en la oreja. En ese momento, le llegó una melodía procedente del pasillo.

“No pude ser”. Miró la pantalla del teléfono y se ruborizó.

Llamando
Mamá

2 comentarios:

  1. Un relato precioso.Esto no es fruto de desvarios,si no seguramente del estado de animo que causa estar tan lejos.Genial!!!!

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  2. este comentario es para intentar recuperar mi cuenta

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