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11 nov 2012

Biografía de un músico

Comencé en el mundo de la música nada más nacer. Recuerdo mi primera actuación inmediatamente después de salir del vientre de mi madre, en una primera inhalación de aire e inspiración, cuando “me arranqué por soleares” con un canto desgarrado y —debido a mi inexperiencia en lo de articular la voz— parecido a un llanto. Aun así, a pesar de lo torpe de esta primera audición, aún conservo en mi mente las caras emocionadas de mis padres y del equipo médico.

Conforme fui creciendo, seguí desarrollando esto del “cante jondo”. Puedo afirmar que gracias a mi voz pude subsistir en estos primeros meses de vida en los que aún me veía privado del don de la palabra. A cambio de los cuidados básicos —ya fuese comida, un cambio de pañal o, simplemente, algo de entretenimiento— regalaba a mis padres pequeñas interpretaciones llenas de sentimiento en las que sacaba toda mi frustración por no poder valerme por mí mismo.

Aprendí a caminar y a hablar, lo que me permitió una mayor interacción con mi entorno. Despertó en mí el interés por los instrumentos, decantándome en un principio por los de percusión, y comencé a desarrollar el sentido del ritmo golpeando con mis manos u otros objetos todo cuanto se ponía a mi alcance.

Por aquel entonces, empecé a ir a la guardería, donde me inicié en el mundo de la melodía y la armonía con las canciones que nos hacía cantar una señorita a la que considero, aún a día de hoy, la persona que más me ha influido en toda mi carrera musical.

Tras unos años en los que seguí mejorando mi técnica vocal y mi rítmica, llegué al colegio, donde inicié los estudios musicales de una forma más o menos reglada. Mis padres me compraron mi primer instrumento como tal: una flauta dulce. Fue algo emocionante explorar el instrumento: soplaba con más y más intensidad, saboreando los sutiles matices de aquellas notas más y más agudas. Encontré en mis vecinos a los primeros fans, que golpeaban las paredes al quedarse los aplausos cortos para expresar tal admiración, supongo. Incluso algunos animales como los perros de la zona se unían en coro a mi interpretación con sus aullidos.

Pero me encontré con mi primer gran obstáculo: el solfeo. Aquellas figuras de cabeza desproporcionada enjauladas entre los barrotes de un pentagrama hicieron que me plantease abandonar mi andadura musical. Los compases, el tempo, las figuras musicales… era como intentar expresar un sentimiento como es la música con matemáticas.

Por suerte, soy un tipo de recursos. Conseguí aprobar los exámenes de flauta haciendo uso de mi oído y —aunque me avergüence admitirlo— de alguna pequeña argucia como apuntar el nombre de las notas debajo de cada figura.

Unos años después, ya en el instituto, viví la que ha sido la etapa más oscura de mi vida musical: la pubertad. Poco a poco fui perdiendo el control de mi voz, cada vez más grave pero con retazos de mi voz dulce e infantil. Era algo imposible de entonar, por lo que me vi obligado a aparcar mi carrera como cantante hasta que aquello se estabilizase —si es que se estabilizaba y no volvía a quedarme sin habla como de recién nacido—. Intenté volcarme en la flauta, pero el fino pelo que me crecía sobre el labio me dificultaba la interpretación.

Así, entré en una profunda depresión que me llevó a una época de rebeldía. Me empecé a interesar por el rock: Eskorbuto, los Sex Pistols, Los Punkitos —es sorprendente como unos músicos tan jóvenes se volvían contra lo establecido coreando aquello de “caca, culo, pedo, pis” —. Aquello estaba hecho para mí: salvaje, sin ataduras… sin solfeo.

Me comenzó a llamar la atención el mundo de la guitarra eléctrica, estandarte del rock. Mi primer contacto con una guitarra fue durante una comida en la que, emocionado, pedí una guitarra de jamón. Fue una experiencia frustrante: no conseguí sacarle ninguna nota, ni siquiera llegar a comprender cuál era el funcionamiento de ese instrumento. Entre lágrimas me la acabé comiendo derrotado —aunque no por ello no disfrutándola.

Algo después del episodio con la guitarra de jamón, mis padres me compraron una guitarra eléctrica. Con recelo, intenté hacerla sonar y, con alegría, descubrí que aquello era mucho más fácil que con su hermana de jamón —en contra he de decir que su sabor era mucho peor.

En poco tiempo, me he hecho con el instrumento —gracias en parte a las tablaturas, que me permitieron olvidarme de los innecesarios pentagramas—, llegando con facilidad —modestia aparte— a equiparar mi nivel al de los más grandes. De hecho, en pocas semanas ya consigo tocar el tema de Deep Purple, “Smoke on the wáter”. Aunque todavía necesito algo más de práctica…

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