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19 dic 2012

Rutina

El despertador se sonó. Estaba un poco resfriado y se le caía el moco. Después, despertó a aquél bulto oculto bajo las sábanas con un suave beso en la frente. El hombre se despertó y fue hacia la cocina a preparar el desayuno.

Metió la leche en el microondas, averiado: en vez de microondas sólo emitía ondas de radio. Tras someter durante media hora a la taza a Cadena Dial, echó café en la leche todavía fría —¿de qué otra forma te puedes quedar después de escuchar sólo éxitos en español sin pausa?—. Se comió un cruasán —que no un croissant, ya que la fábrica era española— mientras leía el periódico: “Un hombre salva a una señora que estaba siendo atracada por un hombre salva a una señora que estaba siendo atracada por un hombre…”. “Por eso se llama periódico”, pensó.

Entró en el servicio para afeitarse. Cuando llevaba media cara perfectamente rasurada, se agotó la batería de la maquinilla —cosa extraña, ya que utilizaba un cuchilla de barbero de las de toda la vida, de esas que salen en los dibujos animados—. Como no podía ir afeitado a medias, se pintó barba de tres días con lápiz de ojos —por qué tenía un lápiz de ojos si era soltero era otro misterio.

Se encaminó hacia la oficina y cogió el metro. No sabía muy bien para qué quería un metro, si no pensaba medir nada, ni siquiera sus palabras. “¿¡Quieres quitar del medio, so gordo, que ocupas toda la acera!? Y usted, vieja decrépita, ¿qué está mirando?”.

Llegó a la oficina, pero no cogió el ascensor —era claustrofóbico, por eso nunca iba a conventos— porque trabajaba en una planta baja. Se sentó en su sillón y empezó a redactar unos informes que le había pedido el jefe. A pesar de llevar ocho años trabajando para la misma empresa, no sabía a qué se dedicaban, por lo que incluyó en los informes la lista de la compra, una sopa de letras a medio resolver y una crítica de un telefilme que había visto el fin de semana. Después de ocho años, le daba vergüenza preguntar en qué trabajaban —era como cuando no te acuerdas del nombre de una persona que conoces desde hace tiempo—. Empezaba a sospechar que nadie leía los informes, ya que no se explicaba cómo no le habían despedido ya.

En la hora de la comida, fue al comedor de la empresa y calentó el tupper en el microondas —que, al contrario que el de su casa, emitía unas ondas demasiado energéticas—. Sacó unos filetes que lucían con una intensa luz verdosa, por lo que tuvo que ponerse gafas de sol para comer. Uno de sus compañeros —probablemente un becario que llevaba poco tiempo— le pidió un cupón para esa tarde. Algo molesto, le contestó que no era invidente, que las gafas las llevaba porque le deslumbraban los filetes. Una vez arreglado el malentendido, le vendió el cupón y se despidieron amistosamente.

Una vez acabada la comida, tomó sal de frutas para aligerar la digestión, porque la radiación siempre le provocaba digestiones pesadas. Volvió al trabajo: tras siete intentos, consiguió ganar una partida al buscaminas en modo experto, hizo una impresión de pantalla y la adjuntó al informe de la tarde.

Después de la dura jornada de trabajo, regresó a casa. Dejó la ropa sobre la silla y la silla, a su vez, colgada en la percha —era un hombre muy ordenado—. Encendió el microondas y puso una emisora de clásicos del rock para desconectar. Agarró la escoba para tocar unos acordes por encima de la música, pero estaba desafinada —era una escoba barata que desafinaba cada tres por dos.

Se metió en la ducha y, con la ayuda de un champú específico, consiguió reducir a su pelo rebelde —aunque el champú sufrió una herida de arma blanca durante la reyerta—. Después de cenar —un bocadillo, no quería arriesgarse otra vez con el microondas—, se sentó a ver la tele. Era una tele bonita, antigua, lo que daba un aire vintage que contrastaba con el resto del apartamento, de estilo moderno.

Ya cansado, programó el despertador y se metió en la cama. Éste, le preguntó qué tal el día mientras le arropaba y le dio las buenas noches con un beso cálido de esos que sólo sabe dar un pequeño electrodoméstico.

1 comentario:

  1. Vaya, pues asi creo que voy a terminar yo.A veces me peino con el tenedor,otras muevo el café con la servilleta.Pero lo mas raro que me pasa es que la tele siempre la veo negra.Tendré que empezar a encenderla,aunque solo sea por hacer una cosa diferente.Ahí queda!!

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